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Todo sobre la figura del Traductor Jurado




Aparentemente, el encargo de traducción, está envidiablemente bien delimitado en la traducción jurada respecto a otras situaciones de traducción, por lo que no debería presentar mayor dificultad el encontrar la manera en que el traductor debe realizar su traducción para que ésta sea idónea considerando sus exigencias como acto de comunicación, considerando la exigencia de fidelidad al original y considerando las exigencias del destinatario del texto traducido.

En efecto, el perfil del TRADUCTOR JURADO está muy bien definido: es una persona que ha superado las exigencias establecidas por el Ministerio de Asuntos Exteriores, que muestra una alta capacidad para la traducción jurídica y económica y que tiene conciencia de todas las consecuencias de su carácter de fedatario público.

El perfil del DESTINATARIO está también perfectamente definido: se trata de la Administración de Justicia o de otras ramas de la Administración Pública; Ministerio de Educación, Ministerio de Interior, Ministerio de Asuntos Exteriores (tan sólo para algunos aspectos), etc.

Los TEXTOS A TRADUCIR son documentos que han de surtir efecto en una comunidad lingüística y cultural diferente a aquella en la que se originaron.

Si hemos de guiarnos por los exámenes de acceso a la profesión o por las exigencias establecidas para que los licenciados en Traducción e Interpretación reciban el nombramiento correspondiente, estos textos son textos jurídicos y económicos.


La más mínima incursión en la práctica profesional nos va a demostrar sin embargo la falacia de este planteamiento: cualquier texto es susceptible de ser objeto de traducción jurada si se inscribe en un proceso judicial o en una solicitud de reconocimiento de derechos de cualquier tipo ante la Administración.

El traductor jurado reúne cualidades que exceden de su papel como traductor de textos. El traductor jurado está en una posición privilegiada para actuar de puente intercultural pero también para opinar sobre los contenidos y la forma de los textos que traduce así como sobre las circunstancias del acto jurídico en el que esté participando.

En ocasiones, el traductor jurado es citado como perito para opinar sobre cuestiones lingüísticas; en la mayor parte de las ocasiones el traductor jurado, forzando sus competencias o las formas de traducir establecidas, intenta ser útil facilitando su opinión experta.

Existe un factor que puede relativizar la conciencia de veracidad del traductor jurado ante un documento a traducir y éste es su ignorancia respecto a algunos de los elementos incluidos en ese texto. Nos refierimos en particular a sellos, firmas, membretes y otras marcas de identificación.

Cuando el traductor encuentra un sello, puede traducirlo como "[Sello circular en tinta violeta del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia en Moscu]" o como "[Sello circular en tinta violeta con la inscripción que lee "Ministerio de Asuntos Exteriores. Moscu"].

En el primer caso, el traductor jurado no se pronuncia sobre la autenticidad del sello; en el segundo caso, el traductor jurado afirma que no tiene garantías de que el sello sea ni deje de ser realmente lo que pretende. En realidad, el traductor jurado no está obligado a discernir la autenticidad de las marcas de identificación del documento ni es responsable de su falsificación.

Estas son funciones policiales. El resultado es que unas veces traducimos de una forma o de otra pues tampoco es cuestión de ir poniendo en duda cada dos por tres la firma o el sello de un monarca, de un ministro, de un magistrado o de una universidad.

No podemos ocultar que la conciencia del traductor jurado se ve sometida a tensiones contradictorias ante la evidencia de falsificaciones en los documentos.

No nos atrevemos a invitar a soluciones determinadas pero el deber de todo ciudadano de denunciar los actos delictivos de los que tenga conocimiento es algo que todo traductor tiene presente antes de actuar en un sentido o en otro.



Sólo se deben traducir documentos originales o sus fotocopias compulsadas

Una norma como ésta, que pretendía originalmente proteger al traductor de posibles falsificaciones, se ha vuelto contra éste dada la reticencia de los clientes a ceder los documentos originales, la urgencia cada vez mayor con la que se trabaja en este tipo de traducción y la generalización del envío de documentos por fax.

No conocemos a ningún traductor jurado (seguro que los hay) que, dado un grado suficiente de confianza con el cliente, no haya aceptado originales por fax.

Si la presión del cliente es suficientemente intensa el traductor incluso llega a aceptar encargos cuando la confianza no es la suficiente para dejarle completamente tranquilo. Sí al menos habrá que pedir que reproduzcan de alguna manera los sellos en seco que pudiera haber en el original.



Urgencia

Las normas establecen tarifas de urgencia o tarifas extras por mala legilibilidad que son absolutamente irreales en los tiempos que corren.

Actualmente, todos los trabajos son urgentes ("para ayer" en la jerga profesional) y una buena parte de los trabajos tienen un cierto grado de ilegibilidad debido a los medios de reproducción y comunicación utilizados. El traductor que quiera trabajar deberá deslizarse también por la pendiente del pragmatismo.


Tarifas

La ética profesional nos señala obligaciones con el objeto de salvaguardar los intereses legítimos de los demás compañeros de profesión. Una de ellas es no trabajar por debajo de tarifas mínimas.

El traductor jurado se enfrenta en el desempeño de su función con clientes pertenecientes a las capas más desfavorecidas de la población: inmigrantes del Tercer Mundo, personas que han perdido su trabajo en otro país, etc.

Para estas personas el pago de las tarifas mínimas de la traducción jurada supondría un tremendo descalabro económico.

Los traductores jurados trabajamos por debajo de las tarifas mínimas y a veces incluso gratis ante estas situaciones de extrema necesidad social, aunque así realmente estemos perjudicando al conjunto de la profesión.


El traductor jurado lo hace así por cuestiones de humanidad y también por su conciencia de servidor público, razones que chocan con otras razones poderosas de tipo gremial y deontológico.



EL CLIENTE

El cliente en la traducción jurada suele ser el interesado del documento a traducir o sus representantes legales. Incluso en la traducción en procesos judiciales muchas de las traducciones se hacen a instancias de parte y son pagadas por esa parte.

El interesado, por definición, está interesado en la traducción que favorezca sus intereses y, si paga, se cree también con derecho a exigir soluciones de traducción determinadas: sucede así en la traducción de documentación académica, donde se aspira a las convalidaciones más favorables de calificaciones y títulos: un cliente ofrecía una traducción propia para visar en la que un Bachillerato Cientifico ruso se convertía en una Licenciatura en Ingeniería.

Оtro cliente puede pretender que una calificación correspondiente a un 70% se convierta en un notable en la traducción aunque la calificación mínima de aprobado en su sistema de calificaciones sea el 70%; puede suceder en la definición de los documentos a traducir (en anterior documento de pago) y en otros muchos matices.

En otros casos las demandas de los clientes levantan en nosotros sospechas de falsificación: fechas o nombres equivocados; rectificaciones del original que no se deben traducir, etc. Tampoco resultan menos sospechosas las propuestas de traducción incompleta de documentos.

En esta situación, el traductor puede rechazar directamente el encargo de traducción o anunciar al cliente cuál va a ser su traducción o no anunciarle nada y entregarle directamente una traducción fiel. En todos estos casos hay peligro serio de no cobrar el trabajo incluso después de haberlo hecho y de la que la traducción se reduzca a un acto fallido.

La respuesta del traductor jurado a estas situaciones suele encontrar una referencia ética clara que le lleva a actuar en determinado sentido, pero hay otras situaciones en las que se plantea la duda y caben varias soluciones contradictorias: si en un certificado académico ruso no conocemos la calificación mínima de aprobado, ¿podemos limitarnos a dar los porcentajes cuando está nota mínima de aprobado puede oscilar entre un 60% y un 70%?

En estas situaciones parece ocurrir claramente una contradicción entre fidelidad y verdad. La fidelidad al documento original combinada con las diferencias culturales que actúan de forma implícita en la interpretación del texto lleva a interpretaciones no veraces de la realidad comunicada en el texto original.

Es por ello que el traductor jurado, como cualquier traductor, siente un impulso muy poderoso que le empuja a actuar de puente, de comunicador entre culturas diferentes, ofreciendo interpretaciones culturales como ayuda para una comprensión exacta.

Esta actitud choca con la cultura de traducción establecida en la Administración que prefiere la opacidad, la confusión, antes que la "infidelidad" (traducción enfocada hacia el texto y no hacia la realidad, como hemos apuntado anteriormente). Esta actitud puede chocar también con los intereses del cliente cuando la exactitud los perjudica.

De aquí se deriva un nuevo conflicto: el traductor jurado sabe que entre sus funciones está la de visar traducciones que han hecho otros, pero casi ninguno queremos visar y rara vez lo aceptamos.

Esto crea una mala imagen en el cliente, que piensa que desconfiamos de sus facultades para traducir pero lo cierto es que al traductor jurado la revisión de la traducción de otra persona le cuesta tanto o más trabajo que realizar su propia traducción pues el cliente normal desconoce las convenciones de la traducción jurada y, en segundo lugar, el cliente que intenta engañar tiene un instrumento privilegiado en una traducción hecha por sí mismo.

En otros casos, el cliente no es el interesado de los documentos sino la Administración. Coinciden en este caso el iniciador del encargo (el cliente) y su destinatario.

Y la máxima preocupación de la Administración es que no la engañen, ni con documentos que han sido falsificados ni con traducciones que no se ajustan a lo que dice el original.


A la Administración no se le puede exigir que sea experta en traducción —ni tampoco lo es— y su idea de lo que es una traducción idónea resulta ser una concepción de cultura popular y no de saber científico: se identifica exactitud y literalidad y equivalencia. Como muestra veamos las instrucciones del Ministerio de Asuntos Exteriores para realizar el examen para intérprete jurado:

"El criterio que se juzga más acertado para llevar a cabo una traducción de textos legales consiste en la difícil elección de un término medio entre una traducción literal que en ocasiones podría llegar a ser ininteligible, y una traducción libre que recogiera el sentido general del texto, como si fuera una simple lectura, sin seguir cuidadosamente el texto; repetimos, lo más acertado es atenerse y pegarse al texto recogiendo todos matices que en él haya y verter todo eso en un correcto y apropiado castellano".

El afán de verdad puede llevar también a traducciones inexactas cuando verdad se confunde con literalidad. En algunos casos, se termina el encargo de traducción sin saber a ciencia cierta quién es el cliente.

En cierta ocasión, se nos llamó para traducir ante notario documentos de un contrato mercantil. La firma la realizaban tres partes: dos españolas y una rusa.


Pagó una de las partes españolas pero descubrí que mi presencia había sido impuesta por la parte rusa que no se fiaba de las otras partes y quería contar con una referencia neutral en el traductor jurado para no ser engañado.

Difícil problema de fidelidad se dio cuando todas las partes parecían encontradas y uno no sabía para cuál de ellas estaba trabajando.



 
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